sábado, 31 de enero de 2009

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El primer viaje en tren: de Ciego de Ávila a Camaguey





El único coche motor salía de la estación de Morón a las 12.50 del mediodía. Recorría la provincia hasta Ciego de Ávila y luego seguiría camino a Camaguey. Queríamos viajar en tren y era una buena oportunidad, emulando además la canción de Silvio, esa que dice que va a visitar a un amigo camagüeyano en el tren, atravesando valles y poblaciones desconocidas hasta entonces para el trovador.
Cuando llegamos a la ventanilla de la estación de Morón para sacar el pasaje, un hall inmenso y antiguo, vieron los pasaportes y nos enteramos de que en esa estación ya no tenían licencia para vender pasajes en divisas, y con pasaporte uno no puede comprar pasajes en moneda nacional. Insistíamos, mientras comíamos unos chupa-chupa, y llevaron a Gabriel a conversar con el encargado de todos los conductores de ferrocarril de esa sección. Pero Coco era imperturbable en sus deberes y no nos dejó subir al trencito.
Tomamos un micro hasta Ciego de Ávila, la capital de la provincia, por dos pesos cubanos. Íbamos sin esperanza de llegar en tren a Camaguey. Generalmente en las ciudades, las estaciones de ferrocarril y las terminales de buses intermunicipales están una al lado de la otra. Por el momento no salían camiones ni buses a Camaguey, había que esperar, pero los guardas de la estación de tren de Ciego nos dejaron pasar al andén (el trencito, el coche motor que salió de Morón llegaría en media hora). Algún cubano debería comprarnos los dos boletos con un par de carnet de identidad nacionales. Un amigo de los guardas se ofreció, consiguió otro carnet (de una mujer) y nos compró los tickets (3.50 pesos cubanos cada uno, o sea, 0.45 centavos de peso argentino).
El hombre no quiso ni siquiera que le paguemos, así que le dejamos de recuerdo un pin de Argentina, por el lindo gesto.
Pasamos al andén donde el sol, ya casi el solcito fuerte del oriente cubano, nos partía al medio.
Llegó el tren y casi lo perdemos por el antojo de pizza de Gabriel, a último momento. Estuvimos a punto de llamarlo por los altoparlantes de la estación.
Subimos a las 2 de la tarde. EL coche motor es un solo vagón moderno, similar a los trenes que hasta hace unos meses hacían el recorrido de Retiro a Rosario, sin locomotora. En el tren había kiosko y un vendedor circulaba con galletas y golosinas. No había asientos disponibles, así que nos sentamos adelante, sobre las mochilas.
En el tren era cuestión de minutos empezar a conversar con algún cubano. Un hombre y una mujer alternaron preguntas: él me hablaba de fútbol, de la final entre Tigre y Boca, de los jugadores argentinos en Europa, de que nos hacía falta un buen arquero (le gustaba Ustari pero anda lesionado). Ella me hablaba de sus vacaciones, estaban volviendo de unos días de playa, me hablaba de la educación cubana, de Argentina. Eran novios pero se bajaron en estaciones distintas.
Atardecía, el tren atravesaba Baraguá, Piedrecitas, Céspedes, Estrella, Florida y Algarrobo. El ayudante del maquinista bajaba de a ratos para operar los cruces de vías, los desvíos, todos manuales. El tren avanzaba y lo esperaba unos metros adelante, el operador de las vías subía nuevamente y el tren arrancaba.
Entrando a Céspedes detuvieron el tren unos doscientos metros antes del andén. “¿Por qué paran aquí que no hay andén, chico?”, preguntaba alguno de los pasajeros que formaba la fila para descender. “Es que venimos adelantados y vamos a tomar un poquito de guarapo”, respondió uno de los responsables del tren, mientras se bajaba con una botella vacía para cargarla de guarapo (bebida alcohólica en base a caña de azúcar fermentada) en alguna casa amiga del pueblo de Céspedes.
Así fue que diez minutos después el tren avanzó los doscientos metros hasta el andén y los pasajeros descendieron al fin.
Ya casi no había sol, el tren tuve que detenerse en varias ocasiones para dejar pasar a los convoyes nacionales, de muchísimos vagones, que iban hacia La Habana. Tocaba sacar la cabeza por la ventanilla, en cada espera, y aspirar el airecito de la tarde-noche en los valles centrales de Cuba.
Entramos a Camaguey, como canta Silvio, al anochecer.
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martes, 20 de enero de 2009

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La entrada a Cuba









Desde el aeropuerto Jose Martí viajé en un la parte delantera de un Opel modelo 58. Verde, impecable, con la música a todo volumen. Lo manejaba el cuñado de Osdary, una mujer cubana que conocí en el Airbus desde México a Cuba.
Osdary subió al avión buscando su asiento, llevaba un bolso amarillo y un paraguas celeste con florcitas azules, "me lo pidió mi abuela, y a mi abuela la consiento en todo", diría Osdary al rato sobre semejante equipaje. Su abuela vive en Baez, un pueblo de la provincia de Villa Clara. El resto de su familia vive en La Habana. Ella se casó con un mexicano casi veinte años más grande, tienen dos hijos y viven en Jalapa, estado de Veracruz.El viaje en avión duró casi lo que Osdary tardó en contarme su historia. Abraham, su marido de 50 años (ella tiene 33) no la deja trabajar. Ella parece no quejarse mucho, resiste lo embistes del machismo mexicano sin titubear y hace algún que otro cursito los fines de semana. El resto de la semana se lo dedica a la casa y a los hijos. Abraham es médico de Harvard, neurolinguista y viaja por todo el mundo, en solitario. Osdary me mostró fotos de
sus hijos (la cosa fue completa).Ella viaja a Cuba una vez al año, el marido ya no va porque a la familia de Osdary no les cae simpático.
Arribando a La Habana me pidió el favor de pasarle una de sus valijas porque al ser cubana se la pesan y le cobran por cada kilo ingresado. Es una multa importante la que pagan por el exceso de peso. En el aeropuerto la esperaban la hermana, el hermano y el cuñado. Como retribución me subieron al "monstruo" (el OPEL del 58) y me llevaron a una terminal de buses en el Vedado. Me ahorré unos 20 dólares.
En el camino a la terminal (yo mirando cada calle de La Habana, recordando lo que vi 7 años atrás) hablamos de todo un poco, ella no dejaba de darme las gracias, pero el agradecido era yo por el ahorro que hice de entrada. Me invitaron a cenar a la casa, pero ya caia la noche y yo quería salir para Santa Clara donde me debía encontrar con Gabriel a la mañana siguiente.
De nuevo era La Habana, ese movimiento constante de autos y de gente, ese movimiento
caribeño que nunca se detiene. Caballos, colectivos, camiones, bicitaxis, cocotaxis,
bicicletas, bocinas, gritos de vereda a vereda y de balcón a balcón. Las calles repletas de gente, esa sensación hermosa que tanto cuesta explicar si no se vive de cerca, ese murmullo cubano que no para.
De pronto apareció la Plaza de la Revolución de noche, la escultura del Che iluminada, el mausoleo de Martí que de tan alto vigila a La Habana completa.
En el camino la familia se contaba las novedades de uno y otro lado, se reían a carcajadas. Antes de bajarme, Osdary me explicó: "Es que, Martín, cuando vengo de visita a Cuba me rió todo el tiempo, tu sabes, allá con mis hijos, la casa, mi marido, es otra cosa".
Había quedado clara la diferencia.
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